Frases Aleatorias

Arcaron X: Dueños del Destino. Escena final.


  El pasado fin de semana tuve la oportunidad y el honor de formar parte de la última partida de una alucinante saga: Arcaron, diez años, dieciocho partidas. Y me dieron el papel de la mala. Pero Arcaron es un mundo complejo: ni los malos son tan malos, ni los buenos son tan buenos, ni los finales felices lo son tanto. Un personaje lleno de ira y de dolor que fue, la verdad, bastante divertido de interpretar; a base de ir intentando engañar a todos los otros personajes. Al final, como tenía que pasar, ganaron los buenos. 
  Gracias por todo, Kaze. 

  Se hizo una luz en la oscuridad, atrayendo la atención de todos. Una cúpula de energía rojiza se alzaba en la noche. Dentro, la ominosa figura de Zeromus.
  La joven que se hacía llamar Naza observó con los ojos brillantes, su corazón latiendo con fuerza. Al momento empezó a sentir cómo la tierra vibraba, y un dolor hueco estalló en su interior. Gritó, se encogió, pero lo recibió con una sonrisa. Estaba empezando, había llegado la hora. Se acercó, y tras ella fueron los emperadores.
  Dejó que ellos se adelantasen. Eran quienes más necesitaban verlo, sus juicios nublados por el destino de los humanos. Pero incluso cuando Zeromus les mostró que podía destruir las armas de cristal, únicamente diseñadas para hacerles daño, continuaron manteniéndose al margen. No ella. Se adelantó junto a la cúpula de energía.
-       Lucharé por ti, aunque sea yo sola- dijo con la devoción haciendo temblar su voz.
  Y en la noche retumbó una voz profunda, digna de uno de los creadores.
-       Mi agradecimiento eterno está contigo, Saraid.
  Su corazón se llenó de luz al oír aquello, y su determinación se redobló. Oh, sabía que iba a morir en el intento. Les había visto entrenar, había visto cómo en ellos florecía la magia de profecía al tiempo que la suya propia se debilitaba. Y era ella sola contra todos ellos.
  Tenía la opción de esperar. Las balizas acabarían matando a todo el mundo, dudaba que los humanos pudieran desactivarlas. Podía esperar el triunfo junto a Zeromus, su guía, y morir junto al resto de su raza vislumbrando el triunfo que tanto ansiaba.
  Pero daría todo por su causa. No sabía si el tiempo sería la diferencia entre la victoria y la derrota. Y si su muerte daba unos minutos, o tan sólo treinta, o diez segundos más para completar el plan de Zeromus, gratamente la daría.
  Valvalis se interpuso en su camino. Su rostro le hizo comprender que no pretendía dejarla pasar.
-       Creía que permaneceríais al margen- le dijo con cierto reproche en su voz.
-       Yo no. Yo estoy de su parte- dijo, refiriéndose a los humanos.
  La miró un instante, sin creer no sólo que no fuera a ayudarla, sino que se opusiera a ella. Si alguien tan poderoso como Valvalis se le oponía, ni llegaría junto a sus enemigos.
-       Soy humana también- replicó intensamente, sus ojos echaban fuego- Decís que ellos tienen derecho a luchar por su supervivencia. Yo tengo el mismo derecho a luchar por lo que quiero. No me lo impidas.
  Valvalis la miró unos segundos... y se apartó.
  Sabía de sobra dónde estaban las balizas: ella había invocado cada una de ellas. Así que continuó su camino, rememorando todas las razones por las que los odiaba, ansiosa por que por fin fuera a ocurrir.
  Pues ella era Saraid, la niña de la segunda profecía. Desde que naciese privada de su vista, las pesadillas habían poblado sus noches; mostrándole lo que entonces no comprendía, pero que más adelante entendió que era la primera guerra contra Zeromus, y la destrucción de Occuria. Cada vez que la niña se despertaba aterrada entre sollozos, una madre que no comprendía lo que ocurría la abofeteaba y le ordenaba que dejase de tener esos sueños. Como si de ella dependiese invocar a aquellos demonios todas las noches. Aprendió a ahogar su miedo entre sollozos silenciosos, sola.
  Toda su vida fue vista en su pueblo como un bicho raro. La inútil e invisible niña ciega, una carga para el resto. Su madre la trataba raro, y por algo sería. Tuvo que apañárselas sola, aprendió a vivir su vida sin molestar, sin que se la notara.
  Una vez, de pronto, vio. Una luz que la miraba. Aquella druida le explicó que los sueños que tenía eran muy parecidos a los que tuvo otro alguien en el pasado, y que volvería a por ella. Se sintió especial. Sintió que todo aquello ocurría por algo. Pero nunca volvió. Nunca volvió a por ella.
  Pero lo que más la dañó, lo que la llenó de odio, fue cuando aquellos extranjeros llegaron a su pueblo. Cuando abrió los ojos, y su poder se liberó, y las llamas surcaron el cielo. Cuando se desató su poder... y tuvo que enfrentarse a ello sola. La secuestraron. La secuestraron y hablaron de usarla de moneda de cambio. Ella no sabía por qué la iban a cambiar... ni a quién. Nunca había sentido tanto miedo. Pensó que iba a morir. Y gritó, gritó pidiendo ayuda hasta quedarse sin voz. Y no vino nadie. Ninguno de todos aquellos héroes capaces de grandes hazañas la rescató. Obviamente, no era suficientemente importante como para merecer su atención.
  Tan sólo Zeromus fue justo con ella. Mató a quienes la habían secuestrado, le dijo que era libre. Le contó quién era, lo que quería... y como ella no sabía a dónde ir, él se ofreció a mostrarle el mundo, a pesar de que podía no gustarle lo que viera. Le siguió... y vio con sus propios ojos toda la mezquindad del ser humano. La lacra que suponían los segundos nacidos, y lo injusto de su ocupación de Arcaron.
  Descubrió la historia de Tellah. La historia de la primera profecía... aquel tipo que había tenido a su lado a doce héroes. ¡Doce! Y ella no había recibido más que desprecio... Se unió a él, a Zeromus, el único que la había ayudado, y sin pedir nada a cambio.
  Y mientras avanzaba hacia donde sabía que estaba la primera de las balizas, iba pensando en todo el daño que los humanos le habían hecho. Cómo nunca había recibido más que desprecio, o peor: la nada. No había sido más que una despreciable mota de polvo sin importancia... a pesar de su poder. ¿Qué había tenido Tellah que ella no tuviera? A él le habían seguido, lo habían acompañado... Los hipócritas de su raza. ¿Cómo podía una raza tan mezquina y egoísta denominar a alguien tan razonable y justo como Zeromus como El Gran Mal? ¿Acaso no veían que eran ellos quienes ocupaban el mundo que sus creadores habían hecho para sí, y además lo estaban destruyendo?
  Aquellos estúpidos necios que tan sólo se centraban en sí, y que no habían sabido ver su verdadera faz. Naza, había dicho que se llamaba. Se había inventado una historia que todos habían creído. ¡La habían metido en una reunión y contado sus planes! Ah, uno de ellos la reconoció... consiguió hacerle creer que se trataba de la hermana mayor de Saraid. Vio desde lejos a Tadeosu... que no le dedicó una sola mirada. No le extrañaba que no la recordara. No creía que aquel egoísta se diera cuenta de su presencia ni si se acercaba a su espalda y le quitaba su preciada espada de cristal.
  Los emperadores...  Comprendía su decisión. De verdad que lo hacía. Aunque, desde luego, había contado con su ayuda en aquella batalla. Ellos la habían ayudado a montar las balizas, y de pronto, habían ido cambiando todos de opinión. No podía reprochárselo, y suficiente la habían ayudado ya. Zeromus mismo dejaba muy claro que lo más justo era que cada uno decidiese libremente, y ella lo compartía.
  Comprendía sus argumentos. Pero... en cierto modo... también le dolía un poco. No había esperado nada de los otros, pero...
  ...pero Oscuridad y Luna...
  Había estado con ellas desde que despertaran. Ella había sido actuado como la madre ella misma nunca tuvo, las consoló al despertar llenas de ira y de miedo. Les recomendó que fueran discretas respecto a sus poderes. No dejó de estar a su lado ni un solo momento... Tras la muerte de Naturaleza, a pesar de que era más probable que resultase gravemente herida a que pudiese hacer nada para ayudar, estuvo junto a ellas en el ritual. Las había curado. Había consolado sus lágrimas.
  Y aunque comprendía que tenían libertad de decisión, le dolía que la hubieran abandonado a morir sola.
“No seas estúpida, Saraid”, se dijo ahogando su dolor una vez más, “Nunca has sido nada para nadie, más que para Zeromus. Hayas hecho lo que hayas hecho, es una necedad esperar nada de nadie más”
-       ¡Duncan!
  El guerrero caminaba en dirección contraria a su destino.
-       ¿A dónde vas?
-       Los emperadores han invocado a Zeromus- dijo lleno de preocupación- He d ir para allá.
“¿Los emperadores?”, pensó, “Yo he invocado todas las balizas, feliz ignorante”
  Por un momento, pensó en pedirle que la acompañara... y que formase parte de la gran explosión final.
-       Sí... Zeromus ha llegado, le he visto. Ve para allá- dijo en su lugar.
  Se dijo que Duncan no era importante, que a quien verdaderamente quería matar era a Drekzalid: quien en su momento pudo salvarla, y no lo hizo; no creía aquella mentira que le había contado de que no pudo hacerlo.
  Que dejarlo marchar no tenía nada que ver con que hubiera sido el único que la había acompañado mientras estuviese en Mysidia... Quien la había ayudado a subir cuestas cuando no había podido. Quien la había intentado consolar cuando fingía estar agobiada por visiones. Quien la había tomado entre sus brazos cuando se tiró al suelo fingiendo una...
  No era más que otro patán a quien había seguido intentando quitarle las dagas de cristal. Nada más.
  Y llegó junto al grupo que se reunía en torno a la baliza. Drekzalid estaba allí. Sabía, oh si sabía, que se habían hecho poderosos, y que tan sólo tendría una oportunidad. Ojalá pudiera decirles cuánto se habían equivocado con ella, cuán idiotas habían sido de confiar en ella, que no habían visto en ningún momento su verdadero rostro. Pero si lo hacía, la matarían antes de que pudiera llevarse por delante a su enemigo. Y eso era su prioridad.
-       Drekzalid- dijo acercándose a él- Hay algo que vengo a decirte.
-       ¡Problemas! ¡Problemas!- dijo una mujer cerca de ella.
  La miró de reojo. Parecía tener que ver con la baliza. Pero algo dentro de sí se tensó. ¿Sospechaban de ella? Ya daba igual. Drekzalid la miró, y sus ojos reflejaban tristeza.
-       ¿Sabes quién soy?
-       Supongo que sí- respondió él abatido.
  No le extrañó. Él lo había sospechado todo este tiempo.
-       ¿Sabes qué es lo que quiero?- le preguntó.
-       No- dijo mirándola, sus ojos llenos de tristeza.
  “Acabar con todos vosotros”, pensó.
-       Tormenta de fuego- dijo en su lugar.
  El estallido de calor y luz fue brutal y súbito. El aire se llenó de gritos de pronto. Quienes habían estado cerca tenían la ropa en llamas, rodaban por el suelo, y alargaban la mano hacia quienes proporcionaban curas. Drekzalid y otro tipo que había quedado a su lado, sin embargo, estaban calcinados: encogidos, gimiendo, sus ropas se habían deshecho, y en algunos puntos podía ver sus huesos sobresalir entre carne quemada.
  Pero su satisfacción duró muy poco... porque vio cómo la carne volvía a crecer. Los gemidos cesaron a medida que la piel y los tejidos se regeneraban, y las figuras encogidas se estiraron, y Drekzalid la miró.
  De nuevo aquella tristeza tan grande, aquella certeza. Y ella lo entendió. 
  Ya lo sabían.
  Los había subestimado.
  Un segundo antes del impacto, fue consciente de cómo el Yang respiraba fuertemente a su lado. La magia de Saraid aún tenía que recuperarse. A su alrededor, todos se curaban y se levantaban.
  Había perdido su oportunidad, y ahora iba a morir.
  No era justo. Todo el dolor que le habían causado, todo lo que siempre le habían negado, y hasta sacrificando su vida le negaban su venganza. Se quedó con el consuelo de que al final, Zeromus los mataría a todos. El único que la había tenido en cuenta, vengaría su muerte...
  El impacto del puño del rey de Fabul fue tan brutal que lo último que oyó fue el crujir de su cráneo.
  Nadie murió tras la tormenta de fuego. No consiguió llevarse a nadie consigo.
  Murió tal y como había vivido.
  Sola. 

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